
La psicoterapia, sin importar sus bases teóricas, no es:
— Una plataforma desde la que le digo a los demás lo bueno, lo sabio, la maravilloso que soy, porque es el espacio en el que el otro, el paciente, tiene el papel principal.
— Un lugar en el que le hago saber al paciente que está muy mal, sólo porque no piensa ni actúa como lo hacemos nosotros.
— Un espacio al que traigo experiencias de mi pasado, anécdotas de mis abuelos o de algún familiar para darle lecciones de vida al paciente. Las experiencias que importan, en el momento de la terapia, son las del paciente, no las del terapeuta.
— Un lugar en el que puedo tender una red para enamorar a las o los pacientes, encantándoles con verborrea para crear la ilusión de que somos «inteligentes», atractivos. En terapia, se ayuda al paciente a cobrar libertad, a asumir su libertad, no se les encierra en nuestras prisiones para, como consecuencia, hacerlos más infelices.
— Un espacio en el que creo un balance respecto a los complejos que tengo, porque me creo feo, delgado, gordo, imperfecto, insuficiente. Por eso el terapeuta debe hacer terapia a su vez, debe conciliarse con lo que es, debe sanar. No se requiere ser perfectos para ayudar a los demás, pero sí es obligatorio cierto nivel de autoconocimiento que le permita, de vez en cuando, evaluar sus intenciones frente a la indefensión de los pacientes.
— Un lugar en el que le hago saber a los demás que yo sé mucho, y que puedo casi adivinar sus pensamientos y en el que puedo presumir por ello. Si todavía la gente común cree que los psicólogos son hechiceros, adivinos o gurús, es porque muchos terapeutas siguen vendiendo esa idea. Simplemente dejemos en claro que no vemos ni el futuro ni el pasado y que, para ayudar, esas habilidades extrasensoriales no se necesitan.