¿Qué modelo de terapia debiera seguir?

El Doctor Jorge Morillo, a quien escuché este fin de semana, es claramente un terapeuta que asumió el modelo psicodinámico creado por el Doctor Sigmund Freud. Pero hay muchos otros modelos de terapia igual de eficientes.

Se afirma que existen más de 500 modelos terapéuticos y que ninguno es mejor que el otro porque, según arrojan las estadísticas, todos conducen a lo mismo. Unos enfoques se centran en patologías muy específicas, pero la mayoría se aplica a casi todo.

La diferencia fundamental, a mi entender, es el tiempo que les toma ayudar a los pacientes a mejorar. A unas les toma unas sesiones más, a otras menos. Esos modelos terapéuticos se pueden reunir en los siguientes grupos:

  • Psicoanálisis
  • Terapias Humanistas
  • Terapias Conductuales
  • Terapias Cognitivas
  • Terapias Sistémicas
  • Terapias de Tercera Generación

La mayor parte de las terapias actuales pues, pueden encontrarse encerradas en una de estas tradiciones y todas pretenden responder tres preguntas fundamentales: qué es el ser humano, porqué enferma y cómo podemos sanarlo.

            No todos podemos ni debiéramos asumir el psicoanálisis como modelo terapéutico. Diré por qué. En casi todas las escuelas de psicología del país se insiste en el psicoanálisis y es normal que nos inclinemos por ahí, por ese patrón, pero sucede que de las terapias podemos decir lo mismo que de las expectativas y escalas sociales: ni todos debiéramos hacer una carrera universitaria, ni todos debiéramos casarnos, ni todos debiéramos tener hijos. Generalizar siempre ha hecho daño porque borra, de plano, las diferencias y aptitudes individuales.

          Hay terapias muy estructuradas y otras que lo son menos o no lo son en absoluto. Pongo dos ejemplos y diré por qué es importante tener esto en cuenta. Luego de que el paciente nos cuenta lo que le sucede y, al guardar silencio, espera que nosotros hagamos algo al respecto, lo que entra en juego son nuestros conocimientos, nuestra inclinación terapéutica. Si somos psicoanalistas, esperaremos a que se desvele, por asociación libre, el inconsciente de la persona; pero si somos terapeutas cognitivos a la manera de Aaron Beck, estaremos haciendo, con el paciente, un proceso con unos pasos muy fijos, uno por uno, hasta llegar al final. Lo que se hace en una terapia estructurada es educar al paciente para que la entienda y se adapte a ella.

            Si somos personas distraídas es recomendable dominar al menos una terapia estructurada, porque nos dará orientación y nos dirá qué hacer en cada momento. Si no lo somos y tenemos la capacidad de estar muy atentos, entonces una terapia poco estructurada nos irá bien. Las terapias sin estructura requieren, además, mucha creatividad, porque hay que ingeniarse el camino a seguir en cada momento.

Otras maneras de dar con nuestro enfoque terapéutico son las que siguen:

  • Estudiándolos, por supuesto, para obtener las tres informaciones importantes que nos brindan, su visión de los seres humanos, de las patologías y las soluciones que aportan, para luego ver con cuáles nos identificamos.
  • Separando aquellas que nos ayudan a mejorar, en lo personal, de las que no. Muchas terapias hacen tanto énfasis en lo teórico y científico, que descuidan aspectos prácticos y técnicas que ayudan a implementarlas.
  • Experimentando —con el debido permiso y la previa explicación al paciente—, poniéndolas en práctica y evaluando, luego, los resultados. Así sabremos a ciencia cierta qué nos viene bien y qué ayuda a sanar a nuestros pacientes.
  • Revisando la literatura científica y evaluando cuáles terapias suelen ser eficientes en unas determinadas patologías.

Terapeutas e influencers

La importancia de ser buenos psicoterapeutas la podemos entender desde otra perspectiva. Hace poco me dijo una abogada, quejándose de la gente y de los medios de comunicación, que todo el mundo se creía o quería ser abogado y que por eso vivían opinando sobre leyes sin tener un título para ello. Yo me reí para mis adentros porque, pensé, si hay una profesión de la que todo el mundo habla, creyéndose que son profesionales en dicha área es la psicología

Todos los influencers; todas las cuentas de Instagram famosas, incluidas las de actores y actrices de renombre; todos los periodistas, hasta los presidentes viven diciéndonos a través de sus medios lo que, según ellos, nos hace felices, nos sana de la depresión, de las fobias, de la ira. Y no es que no puedan hacerlo ni tengan el derecho de hablar, es que hasta proponen planes de acción, terapias.

Si en una consulta recurrimos a las mimas maneras, mañas, recursos y costumbres de toda esa masa de personas populares —para lo cual tienen el derecho, repito. Y que, debemos admitir, en ocasiones ayudan—, no estaremos haciendo nada bueno por nadie. La manera de diferenciarnos de todos ellos es a través de un profundo y serio conocimiento de psicoterapia, del modelo o los modelos que sean, porque será la psicoterapia la que nos permitirá ayudar a los pacientes a generar un cambio en sus vidas.  

Qué no es la psicoterapia

La psicoterapia, sin importar sus bases teóricas, no es:

            — Una plataforma desde la que le digo a los demás lo bueno, lo sabio, la maravilloso que soy, porque es el espacio en el que el otro, el paciente, tiene el papel principal.

            — Un lugar en el que le hago saber al paciente que está muy mal, sólo porque no piensa ni actúa como lo hacemos nosotros.

            — Un espacio al que traigo experiencias de mi pasado, anécdotas de mis abuelos o de algún familiar para darle lecciones de vida al paciente. Las experiencias que importan, en el momento de la terapia, son las del paciente, no las del terapeuta.

            — Un lugar en el que puedo tender una red para enamorar a las o los pacientes, encantándoles con verborrea para crear la ilusión de que somos «inteligentes», atractivos. En terapia, se ayuda al paciente a cobrar libertad, a asumir su libertad, no se les encierra en nuestras prisiones para, como consecuencia, hacerlos más infelices.

            — Un espacio en el que creo un balance respecto a los complejos que tengo, porque me creo feo, delgado, gordo, imperfecto, insuficiente. Por eso el terapeuta debe hacer terapia a su vez, debe conciliarse con lo que es, debe sanar. No se requiere ser perfectos para ayudar a los demás, pero sí es obligatorio cierto nivel de autoconocimiento que le permita, de vez en cuando, evaluar sus intenciones frente a la indefensión de los pacientes.

            — Un lugar en el que le hago saber a los demás que yo sé mucho, y que puedo casi adivinar sus pensamientos y en el que puedo presumir por ello. Si todavía la gente común cree que los psicólogos son hechiceros, adivinos o gurús, es porque muchos terapeutas siguen vendiendo esa idea. Simplemente dejemos en claro que no vemos ni el futuro ni el pasado y que, para ayudar, esas habilidades extrasensoriales no se necesitan.

Qué es una sesión de psicoterapia y cuál es su punto de partida

Hoy en día asumo la definición de psicoterapia más breve que existe y que, quizás, se les deba a los terapeutas narrativos. Reza de la siguiente manera:

La psicoterapia es “una conversación para el cambio”.

            Esta definición tiene numerosas implicaciones, pero la que quiero resaltar aquí es un detalle que pudiera pasar desapercibido para unos cuantos. Si la psicoterapia, no importa cuál sea su orientación teórica, es una conversación para el «cambio», ha de suponerse que dicho cambio es posible, por lógica. Hay visiones de la conducta pesimistas, pero al terapeuta le quedan mal esos ropajes oscuros de filosofías y teorías cerradas, en las cuales la conducta o no es modificable o lo es por muy poco y con mucho esfuerzo.

            Si la terapia es una conversación para el cambio, dicho cambio es posible, así que toda terapia surge de una visión optimista de la mutación, de la transformación del ser humano, de otro modo tiene poco sentido recibir pacientes. Escuchar quejas eternas, sin la posibilidad de darles un fin con algún tipo de intervención, es un sinsentido. De hecho, los pacientes van al psicólogo porque creen que ese cambio es posible y tienen la confianza en que dicho cambio puede ser facilitado u orientado por el profesional de la conducta.

            El punto de partida de cualquier psicoterapia es, pues, cierta actitud de optimismo, que surge tanto de la experiencia del profesional como de la ciencia que estudió. Una actitud opuesta nos descalifica y nos convierte en pared, en gente que supuestamente escucha, entiende o ayuda: discos duros cargados de un software de autodestrucción.

Cómo evitar ser una pérdida de dinero y tiempo para el paciente: basta una pregunta

Los procesos terapéuticos son un diálogo, un diálogo que debiera liberar.

Ese diálogo terapéutico se mueve entre preguntas y respuestas. Por lo regular, el psicólogo hace preguntas que el paciente procura responder.

Entre esas preguntas iniciales, hay una de importancia vital y tiene que ver con las consultas que ha hecho el paciente con otros terapeutas.

En ocasiones, el paciente no ha visto a ningún psicólogo ni psiquiatra con anterioridad. Entonces, lo que hacemos es darle paso a otras cuestiones que nos parezcan relevantes. Sin embargo, si la respuesta es positiva y el paciente sí ha tratado con otros profesionales de la salud mental antes que con nosotros, es preciso desmenuzar esa respuesta.

Es decir, ¿por qué el paciente no volvió con el profesional que lo trató antes?

¿Cuáles fueron los aciertos de dicho profesional?

¿Qué considera el paciente que lo ayudó en su proceso? ¿Qué no lo favoreció?

En base a la experiencia que el paciente vivió con el terapeuta anterior, ¿qué nos recomienda a nosotros para que la relación de terapia fluya y sea eficaz?

Es preciso responder todas esas preguntas junto al paciente y valorar sus respuestas, ya que podríamos cometer el error de repetir los errores del profesional que le atendió anteriormente y nunca llegaríamos a aportarle nada que le ayude a mejorar. Seríamos uno más, una cita más, una pérdida de tiempo y de dinero más.

Los problemas del paciente se resuelven con los recursos del paciente.

La inmensa mayoría de las personas mejora o se sana sola, sin la intervención de un profesional de la salud mental.

A veces recurren a los amigos, a sus iglesias o a sus costumbres.

Una minoría, al menos en países como este en el que vivo, un país “raro”, surrealista, visita al psicólogo o al psiquiatra. Cuando lo hace está al borde, ya no puede más con su situación y ha, supuestamente, agotado todos sus recursos.

Si el psicólogo lo atiende y, en medio o al final de la cita, le propone un listado de quehaceres que no nacen de la idiosincrasia del paciente, de sus habilidades naturales, de sus preferencias o hábitos, es probable que las recomendaciones del profesional terminen en nada y el paciente consiga menos con el profesional que lo que pudo conseguir con un amigo, que lo conoce mejor.

Se puede rebatir que ya el paciente viene haciendo lo mismo desde antes y eso no le ha servido, que lo que necesita es un cambio, integrar algo nuevo para que los resultados emocionales sean diferentes y positivos. Es cierto, sin embargo, cuando el paciente nos llega, atribulado, en la mayor parte de los casos, es porque ha roto con algo importante de su ser, con su autenticidad. A veces, se podrá notar, la persona está tan alejada de sí que ni siquiera se conoce, ya no sabe quién es.

Una búsqueda interesante, para el terapeuta y para el paciente, es tomar el camino de la identidad del que busca ayuda, saber quién es, sus gustos, sus preferencias, sus defectos y, luego, por ahí, dar con lo que su alma necesita recordar y retomar para, luego, sanar y vivir una vida más plena.

El terapeuta no es la conciencia del paciente

Sanar, en un proceso de psicoterapia, es enlazar la conciencia con su significado.

Esto no es fácil.

La gente vive, hoy más que nunca, ajena a lo que le dice su conciencia y más pendiente de lo que les dictan las modas y los influencers.

Llegan a la consulta conociendo más de la vida de las personas que sigue en las redes sociales que de lo que hay en su interior.

Y lo que hay en su interior se manifiesta como sufrimiento, como depresión o ansiedad. El corazón de la gente grita de dolor porque su dueño está perdido en un mar de deseos que no le son propios, es decir, anhelos que no le dan ningún significado porque no son suyos, porque no tienen nada que ver con su misión en la vida, con sus talentos.

Cuando la persona sana, reencuentra la brújula que tiene en su interior, la escucha y se deja orientar por ella. Mientras esto no sucede, va de un lado para el otro, vacío, enfermo, aparentando.

El terapeuta no es la conciencia del paciente.

Por eso su misión no es dictarle normas y estrategias, sino llevarlo de la mano para que entre en contacto con su ser auténtico. De allí saldrán las soluciones y las curas, de ese lugar extraño, distante al que llamamos conciencia.

El paciente libre y el paciente que vuelve

Muchas personas, cuando piensan en el psicólogo, en su lugar de trabajo y en sus consultas, les viene la imagen del hombre mayor, enfrascado en saco y corbata que, desde detrás del diván en donde el paciente descansa y habla con soltura, toma notas y escribe frases oscuras. El psicoanálisis está tan enraizado en nuestras psiques que no vemos otra manera de ejercer el oficio de psicólogos que no implique ese marco de referencia. Los mismos psicólogos, cuando salen de las facultades, buscan materializar ese mito del paciente que, sesión tras sesión, se desahoga sacando de su interior todo lo que reprime en su diario vivir.

Uno de los problemas fundamentales de este enfoque y de su práctica es que, el paciente de hoy, va a una o dos sesiones y no vuelve.

En teoría, el paciente que se psicoanaliza nunca termina de hacerlo porque el yo es un barril sin fondo. Sin embargo, muchos profesionales de la salud mental no quieren tener pacientes libres, sino esclavos que vuelven a ellos semanal o mensualmente, que le pagan por ello y que no pueden escapar de sus problemas ni de la necesidad de que otro —en este caso, el terapeuta— les ayude a llevar sus cargas.

En mi experiencia, el paciente bueno es el que nunca renuncia a su libertad y tiene el valor de tomar del terapeuta lo que necesita para seguir volando, es decir, viviendo. Un paciente que vuelve indefinidamente y nunca encuentra fuerzas para hacer eso que se llama vivir, aunque produzca dinero, es un fracaso profesional del terapeuta.