Un idiota más

Highway Traffic at Sunset. Tilt Shift Concept Photo. Traffic in Las Vegas Nevada, USA.

Probablemente ha escuchado acerca de las bicicletas en Holanda, de sus más de 30,000 kilómetros de vías exclusivas para andar en ellas. También, quizás, algo referente a la intensa preocupación que hay en numerosos ciudadanos dispersos por el mundo de dejar una huella verde en el planeta -o no dejar ninguna-, de no contaminar, de no contribuir con las emisiones de CO2 ni la creación de basura plástica; de no tragarse el planeta en las próximas dos o tres décadas, como se augura, al ritmo que vamos y haciendo lo propio de los más burdos seres animados.

En el extremo opuesto a estos seres humanos estamos nosotros, los habitantes de esta isla tan, pero tan mediocre, que celebramos la noticia de que un banco de prestigio nacional ha concedido crédito para que tres mil vehículos nuevos se integren al parque vehicular, como que en la tierra el espacio para almacenar nuestros desperdicios es infinito, como que las calles que segmentan nuestras ciudades dan para más vehículos todoterreno que parecen mansiones andantes.

Ya quisiera yo integrarme al puñado de dementes que, en contra de toda esta marea gigante de idiotas que solo viven para presumir posesiones ridículas a las que no sobrevivirán, andan a pie o en transporte público a donde quiera que van, aunque pudieran codearse con los que exhiben el lujo de un vehículo europeo. Con esos que promueven consumir los productos locales, andar descalzos, comprar lo mínimo, desligarse de la dictadura de los bancos; tenerlo todo cerca, el colegio de los niños, el mercado popular, el trabajo, el parque y la residencia para no contribuir a la quema irracional de más combustible fósil, con esos quisiera yo compartir vecindad. Pero, he aquí que, en esta pseudonación, inscribir a mis hijas en la escuela que tengo cerca de casa sería un acto más irracional que el de montarme en mi carro y llevarlas a un colegio que me cuesta muchísimo más y me queda a una hora de camino, por el solo hecho de que la formación que en ella se ofrece es tan deficiente, que daría lo mismo dejarlas en la casa, alienadas con la televisión. Llevar las niñas en transporte público es lo mismo que no llegar o acostumbrarme a recostar la cabeza en la axila de algún individuo. De tener la dicha de vivir cerca del colegio de las niñas, tampoco sería prudente llegar caminando. ¡Oh!, ¿y si me asaltan?

Amigo, yo, con toda razón los critico, pero tengo que admitir que, a mi pesar, soy un idiota más de los envenena esta tierra que una vez fue habitable. Por eso me verá usted en mi carro formando parte de la interminable cola de vehículos que taponan las avenidas, aburrido, enojado, malgastando mis horas y el dinero que gano y los recursos del planeta. Yo, que estoy como los demás, merezco también que siembren en mi cabeza esa planta de carbón que iniciaron en el sur para detrimento de la economía nacional, la destrucción de la capa de ozono y el aumento de los gases que contaminan la atmósfera.

Un alma dentro de la otra

Portrait of mother and little daughter near the lake

Iban caminando de la mano y en contra de la brisa -adrede- para que la embestida les acariciara las almas. No tenían hambre, no tenían sed, no necesitaban de nadie más. Estaban completos como un círculo porque eran sueño. Los dos lo eran, el hijo y la madre. Y no era una escena tierna, ni cursi, sino un momento de esos que dejan una huella tan profunda que, aún después de despertar, se recuerdan vívidamente, muchos más que el sol que cuelga del tiempo en esta materia de uñas y pieles que tocamos.

El niño se detuvo y se puso enfrente de ella.

– Mami –dijo él y, luego, hizo una pausa.

– Dime, mi amor –ella lo tomó por la barbilla y le levantó el rostro.

– Voy a entrar un momento en ti, no te asustes –el niño le tocó el abdomen, luego de separarse un poco de ella para mostrarle sus ojos -.

– Para ti mi corazón no tiene puertas, Eduardo. Preguntar es consumir en vano el rato que pasamos juntos.

El niño sonrió y, sin más, atravesó la piel inmaterial de la madre para alojarse en ella. Un alma dentro de la otra, quedaron y, un calor, una fuerza, una energía sacudió la madre como un temblor que acarrea maremotos. En su sueño, la madre se recostó buscando apoyo y empezó a sentir, sin pensar, sin juzgar, cómo su ser se llenaba de partículas de luz cada vez que el niño soplaba dentro de su ser, cada vez que un pensamiento suyo florecía como una gota que cae y se extiende en ondas. Cuando el niño notó que la madre iba a perder la consciencia, salió con cuidado de su alma y se recostó a su lado, sin dejar de abrazarla.

– Felicidades, mami –dijo él.

Sí, la madre se sentía feliz, todo lo que se podía estar. Eduardo, con su modo habitual de comunicarse, le recordó cómo, en su vida de días que pasan, un año más había transcurrido desde el parto por el cual había venido al mundo de la piedra. Uno más. Lo supo como un rayo que se acerca rápido y fugaz. Y el mensaje era simple, el niño había estado allí en su cuerpo, unos años atrás, compartiendo con ella su alma; sus latidos, tan cercanos que sonaban como uno solo, allí habían aprendido las reglas del orden y la armonía. Siete años serían, y no fueron. Pero poco importaba, porque el niño estaba en un lugar en donde el tiempo y el espacio eran la misma realidad. La madre lo intuyó al despertar y eso le bastaba para ser feliz. Por eso, a partir de aquel aniversario, la madre sonrió y nunca dejó de hacerlo. Jamás.

P.D.: ¡Feliz cumpleaños, Eduardito!