Álvaro y su hija descendieron de las casuchas de las altas planicies y, al chocar de frente con el viento, con el impresionante panorama en el que se abría el horizonte, la joven se quedó pasmada de asombro.
– La crisis es enorme -dijo al padre, mientras se aferraba a su brazo.
– Ya lo creo -le respondió Álvaro.
– ¿La crisis es todo lo que vemos desde aquí? -preguntó la ella.
– Es eso que vemos y mucho más -le dijo Álvaro, consternado.
Comenzaron a descender enfrentados a las fuerzas de un viento que los empujaba hacia atrás.
– Pero -continuó la joven, inquiriendo-, ¿qué forma tiene? ¿Qué la delimita?
Tomados de la mano, siguieron caminando uno detrás del otro para evadir unas rocas enormes que les impedían el paso.
– Somos demasiado pequeños para saberlo -le respondió el padre.
– Y como estamos, por así decirlo, como inmersos en ella… -aclaró ella.
– Así es, nos falta perspectiva -continuó diciendo Álvaro.
Siguieron bajando y llegaron a la costa. Allí se sentían con mucho más violencia los golpes de la crisis. Padre e hija, sosteniéndose el uno en el otro, empezaron a arrastrarse por la playa. No tardaron en dar con la embarcación que esperaba por ellos. Al aproximarse, Álvaro y la hija fueron recibidos por hombres y mujeres de rostros enjutos que levantaron las manos para saludar. Una mezcla de susto y esperanza se adivinaba en sus ojos y en los silencios que separaban sus palabras de bienvenida.
La pequeña barca zarpó, y el padre y la hija se acomodaron en un rincón de la cubierta, apartados del ajetreo de los que sí sabían cómo echar a volar una nave sobre la superficie tan inestable.
– ¿Te das cuenta de que nos estamos adentrando al corazón de la crisis sin saber lo que es en realidad? Navegamos a ciegas -dijo la joven.
– Conocerla en el modo en el que lo propones ya no importa mucho.
– ¿No? Pues me temo que nos irá bastante mal -pronosticó la hija.
– Es posible -comentó Álvaro.
Guardaron silencio. La brisa hacía lo suyo, cerrarles los ojos, azotarles las carnes y sus heridas, humedecerles los harapos, llenar de nefastos presagios los túneles de sus oídos.
– No entiendo el sentido de esta empresa. Me parece un acto suicida -dijo la hija.
– El sentido es que, aunque no sepamos qué contiene ni sus proporciones, sí sabemos por dónde llegó, desde qué punto cardinal nos vino el primer azote de la crisis y hacia allá dirigimos nuestra proa…
– A buscar la muerte -dijo ella.
– También hay muerte detrás de nosotros -Álvaro lo dijo y al momento se arrepintió. A ambos los acongojó el recuerdo de los cuerpos inánimes de la mujer y los niños que antes fueron madre y esposa, hijos y hermanos.
Algunos marineros pasaron por el frente de ellos arrastrando unas gruesas cuerdas.
– Vamos a buscar respuestas -continuó Álvaro, para disipar las palabras antes dichas-. Si llegamos hasta el origen, sabremos quién creó la crisis y luego, tal vez, también sepamos los motivos que tuvo para hacerlo.
– Sin embargo -le interrumpió la hija, algo escéptica-, ese conocimiento no lo adquiriremos dialogando, habrá que descubrirlo en una incursión sorpresiva, como en un asalto a la verdad.
– ¿Por qué? -le preguntó el padre.
– Porque, de haber existido la posibilidad del diálogo, antes de que la crisis se diera hubiéramos sido consultados. No somos unos iguales para aquél que la creó.
Álvaro no intentó contradecirla ni ella lo esperó. Se quedaron los dos viendo el punto por donde la crisis les había llegado mientras la balsa era sacudida por las olas. Allá, detrás de las alas de una multitud de pájaros espantosos que ocultaban el horizonte, se formaba, sin prisa, una pared monumental de nubes negras.
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