Amelia seguía preguntando por su hermanito. Durante la gravedad del niño -unas dos semanas- sólo supo de él por lo que los demás le contaban. La última vez que lo vio, Eduardo seguía siendo una cascada que producía energía de apariencia inagotable, por lo que le resultaba inexplicable que, al momento de devolverlo, los médicos se lo entregaran en una cajita de madera; pequeño, inmóvil y delgado. Claro, todo el mundo le decía que ese no era él. Pero, había que ser idiotas para no notarlo. ¡Claro que no era él! Eduardo nunca estaba así de tranquilo, ni siquiera durmiendo. Ni tan serio ni tan mudo.
Amelia seguía buscando respuestas y todo, según lo que le decían, señalaba a Dios como responsable y al cielo como lugar de destino. Pero nadie había visto a Dios ni había ido ni vuelto del cielo. Para ella, lo sucedido con Eduardo seguía siendo un misterio al que los demás querían dar luz con respuestas afincadas en la fe, no en la certeza. Y un destello de certeza era poder hablar con él, llamarlo por su nombre y que él volviera la cabeza para calmarla.
Días después del entierro y la novena misa, la niña dejó de preguntar. Volvió a la escuela y allí siguieron hablando de vocales y otros asuntos que a ella le importaban lo más mínimo, porque aunque Amelia no lo expresara, a ella no le interesaba ninguna otra cosa que no fuera volver a estar con su hermano, porque todo el mundo le aseguraba que la muerte no existía y que con Eduardo las cosas no serían diferentes, pues para algo estaba el amor de Dios.
Si Eduardo estaba realmente vivo, como todos afirmaban, solo los separaba la distancia; y la distancia se salvaba con un eficiente medio de comunicación, alguna especie de radar o aparato especial que le permitiera entrar en contacto con él. Ella necesitaba algo así y saldría a buscarlo sin importar lo que costara.
Amelia crecía. Las historias de los libros sagrados no le brindaban consuelo y aún no encontraba la manera de ubicar a Eduardo ni equipo, por más sofisticado que fuera, que la acercara a él. Parecía infranqueable el espacio que los separaba. Al llegar a la adolescencia, Amelia no se veía feliz y en cuanto tuvo la mayoría de edad, partió de la casa a recorrer el mundo, a la caza de su hermano.
Anduvo por muchos lugares y consultó a muchos sabios sin que nada la satisfaciera. Tuvo Amelia que llegar a la vejez y morir de pena para volver a abrazar a su hermano y, así, envuelta entre sus bracitos, caer en la cuenta de que nunca intentó de veras comunicarse con él sino huir, durante toda la vida, del dolor que le produjo haberlo perdido.