Tenía la felpa en la mano y aún no se decidía. Pero tampoco es que tuviera deseos de irse del cubículo con tanta prisa. Si no fuera porque la cola era larga y la gente que esperaba fuera ya comenzaban a maldecirlo, hubiera alargado el momento unos cuantos días. Sí, se sentía persona, un hombre, alguien importante. Debajo, en sus manos, lo que habían eran caricaturas de hombres. Él era real.
En la boleta, varios rostros sonreían, felices. Todos parecían hombres ricos, poderosos, poseedores del lujo de tener tres comidas y dos meriendas servidas por sus mayordomos sin tener que ensuciarse las manos. Pero él era real, allí, en ese momento en el que no lo abandonaba esa sensación de gloria.
Finalmente, porque alguien abrió la cortina y lo insultó, se decidió por marcar un rostro cualquiera pero, en el intento, se detuvo. En lugar de signar con una cruz la sonrisa del candidato a la presidencia, el viejo escribió, en todo lo ancho del papel, pasando por encima de varias caras la tinta negra del marcador, un enorme “hijos de putas”. Dobló el papel, lo entró en la urna y salió cabizbajo, a ser nadie, otra vez, por cuatro años más, si la muerte no lo doblegaba en el camino.