Una palabra olvidada

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Dios mandó a buscar a Miguel. El arcángel estaba afanado en la organización y entrenamiento de la guardia oficial. Cuando llegó a la presencia de Dios, lo encontró viendo por un ventanal, absorto.

– Acércate -le dijo.

Miguel se aproximó a su Señor y, ya a su lado, vio también por la ventana y se encontró con el niño, sentado aún en los peldaños que daban acceso a la residencia de Dios. En los labios del arcángel se dibujó media sonrisa.

– Eduardo… -dijo Dios y, a continuación, suspiró.

– Ni siquiera yo he podido moverlo de ahí -comentó Miguel-. Dice que estando en la tierra era él quien cuidaba de su papá y que, estando aquí, hará lo mismo con usted.

El arcángel carraspeó y continuó diciendo:

– Eduardo se niega a entender que Dios es Dios. Dice que usted es un padre y que todos son iguales, débiles. Por ende, según él, son los hijos quienes deben cuidar de ellos -el arcángel hizo una pausa para luego decir: Eduardo está ahí porque quiere protegerlo…

La carcajada de algunos ángeles se escuchó en el fondo, en otro salón. No era de extrañar que la causa fuera la ocurrencia del niño.

Alejándose de Miguel, Dios descendió hasta donde estaba Eduardo, se sentó junto a él y lo abrazó. Al niño se le encendió otra vez la carita. Parecía una moneda de plata bajo el agua, blanca y ardiente.

– Yo sé que tienes miedo -le dijo Eduardo, girando su rostro hacia él-. Pero no te preocupes que yo te cuidaré.

Dios estaba conmovido a tal grado que no se le ocurrió preguntar por el mal del cual el niño lo pretendía cuidar, ni qué haría ni con qué poder. Sólo alcanzó a sacar de su interior una palabra obsoleta, olvidada; una palabra blanda y esponjosa. Le dijo, Dios, al pequeño:

– Gracias.

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