Esta vez fue Dios quien buscó a Eduardo. Lo encontró conversando animadamente con uno que acababa de llegar al cielo. Al verlo, el pequeño corrió y se le tiró encima. Dios lo recibió con un cálido abrazo.
– ¡Papá! -lo saludó Eduardo.
– ¿Dónde has estado? -le preguntó Dios.
– Hablando con todos. Por aquí, por allá.
Al hablar, Eduardo hizo unas señas con las manos que hicieron que Dios se riera a carcajadas. El niño lo acompañó con la suya y, luego, salieron a recorrer la creación.
Bajaron a la tierra y se acercaron al mar, cerca de donde Eduardo había pasado todos los años de su vida, unos seis. Como dos pájaros sobre una cuerda, se acomodaron en un rayo de sol.
– Cuando me encontraste, hablaba con Elías, un hombre que murió a los veinticuatro años en un accidente laboral. Dejó desamparadas a su esposa y sus dos niñas. Sigue destrozado -le dijo Eduardo.
– Lo sé. Elías es un buen hombre -. Dios comenzó a jugar con la luz, haciéndola cambiar de colores, poniéndola a bailar en ondas.
– Algo falla en el universo, Papá -continuó, Eduardo-. Creas el bien que nos rodea, pero hay tanto mal, tanto dolor, tantas historias como las de Elías que cualquiera queda desconcertado.
Dios recogió un poco de luz que, en sus manos, parecía una tasita de agua. Con ella formó un pequeño cuenco que colocó en un oído de Eduardo. A su través comenzó a decirle al niño algo que sólo él pudo escuchar. Un instante le bastó a Dios para revelarle a Eduardo la solución al problema más complejo de la creación. Nada se supo de aquello, pero algo bueno debió ser porque, el pequeño volvió a sonreír y, de esa curva con que la felicidad torció sus labios, brotaron siete días de lluvia que cayeron sobre su pueblo. Una lluvia sin pausa; una que apenas tocó la tierra.
😊
Me encanta como escribes!
Amigo…. palabras del alma. estoy contigo!
Gracias, Ed