Era imposible describir el rojo de la rosa de los sueños. Su color se difuminaba, no se quedaba quieto. A la madre le pareció, por ratos, ver la esencia de la rosa en la mano del hijo.
– Mira, mami -le dijo, Eduardo.
El pequeño tomó un poco del rojo que colgaba de los pétalos e hizo con él un trazo en el aire que quedó como un brochazo de pintura. La mancha estuvo suspendida, inmóvil, hasta que un pájaro, en un rápido descenso, lo atravesó y lo dejó como un túnel que otros pájaros siguieron atravesando, por juego.
Estaban en un parque costero. Se sentía la humedad salada que levantaba el choque de las olas en los arrecifes. Algunos niños, en la playa, saboreaban helados azules mientras veían dos niñas construir un castillo de arena.
Salieron de la rosaleda y empezaron a caminar por un malecón en donde la gente corría, iba en bicicleta o se sentaba en la hierva de la orilla a conversar. El niño la tomó de la mano y le señaló el vapor del agua que la luz transformaba en una nube ambarina. Avanzaron poco. En los sueños no se vivía de la prisa. Se vivía. Todo encajaba como si se formara parte del engranaje del una máquina armoniosa, perfecta.
– El ser humano del tiempo que nos tocó vivir ha olvidado tanto… -Eduardo suspiró-. Ha olvidado, incluso, lo que es. Sin embargo, ese no es el olvido que causa la mayor tristeza, sino éste.
El niño levantó el brazo como señalando algo. La madre, de todo lo que les rodeaba, no sabía en qué fijar la vista, si en el agua, en el sol o en los niños; si en los ángeles que en ese momento bajaban a llevarse el sol para apagar el cielo. Eduardo no esperó a que ella preguntara y dijo:
– Me refiero a la belleza. Han olvidado contemplar toda la belleza que les regala el mundo.
Otra vez, pensó la madre. Otro sueño del que deseó no despertar. Tocó la cabeza del niño para no perderlo cuando llegara la oscuridad y desapareciera el túnel creado con el rojo de la rosa.
:’)