El secreto de nuestra esencia

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Eran las tres de la madrugada según el reloj que medía la hora del mundo. Reloj, por cierto, injusto, innecesario; un artilugio incapaz de ninguna otra cosa que no fuera pasársela señalando números como un enfermo obsesivo. Hubo tiempos en los que la gente contaba lunas y vivía menos pendiente de lo que le restaba por vivir, sin tanto miedo. Pero ese no era el tiempo que le tocó a su mamá. La pobre miraba su reloj y, con ello, tan solo alejaba la posibilidad de conciliar el sueño.

Eduardo, a la espera, se recostó en sus piernas como cuando tenía cuerpo y empezó a acariciarla. Ella se sobresaltó. Sintió algo. Tal vez lo imaginó. Sí. No. Fue algo tan real y a la vez tan confuso. Su relación con el niño se había prolongado en sueños pero, despierta, la madre no sabía distinguir la caricia de su hijo del roce de la sábana. Por eso tuvo miedo. Porque la ignorancia asusta, mientras el conocimiento regocija. Buscando una protección innecesaria, sin saber con exactitud de qué se protegía, se acurrucó entre el padre y la hermana del niño y ahí se quedó dormida, en la cuna de calor que los dos le dieron.

Ya dormida, la madre lo abrazó y lo besó en medio de su sueño.

– Te he echado de menos –comenzó a acariciarle el pelo-. Tengo la sensación de no haberte visto durante muchos sueños.

– Ja, ja, ja. –increíble, pensó la madre, la risa de Eduardo no la cambiaba ni la muerte-. Estuve por ahí, acompañando a una amiga.

El niño la tomó de la mano y se enganchó con ella en la curva de un arcoíris. Estaban a una altura tal que el mundo dejó de verse plano para mostrar su forma auténtica.

– Chiqui –la madre, en lugar de preguntarle a Eduardo por Zuri y lo que vivió junto a ella, frunció el entrecejo y se tornó meditabunda-. Quisiera poder verte todo el tiempo, estar contigo siempre; poder hablarte y estar completamente segura de que estás ahí. Los días pasan y me siento cada vez peor porque me haces una falta insoportable y esto que vivimos cada noche no lo recuerdo a la mañana siguiente.

La madre hablaba como en un sueño dentro del sueño. Cuando tomó conciencia de lo que acababa de decir, continuó diciendo:

– ¿Por qué los vivos no pueden ver a sus muertos? A veces, estando despierta aún, te veo por segundos en los rostros de otras personas. Pero no sé distinguir qué crea mi mente de lo que sucede en realidad. No sé si en verdad eres tú.

Abajo, unos jóvenes se lanzaron al agua en sus tablas de surfear. Parecían insectos microscópicos jugando con briznas de hierba.

– Hay pocas, quizás ninguna manera de explicarte en términos humanos eso que preguntas. Porque es algo tan, pero tan distinto a lo que el hombre conoce que no existen palabras para expresar una realidad como ésta. Y si me inventara palabras nuevas, tampoco me entenderías.

Silencio. Se calló el mundo para escuchar al niño.

– Aunque, pensándolo bien, hay una imagen que pudiera aproximarse un poquito, mami. Seguro has escuchado a alguien decir que los seres humanos tienen un vacío que nada puede llenar; que no importa lo que hagan o tengan, siempre estarán a la espera de algo más. ¿No es así?

– Claro. Lo he escuchado muchas veces –le confirmó la madre.

– Bueno, pues yo soy ahora mismo ese vacío. Eso no quiere decir que no sea nada. Yo soy ahora lo que siempre fui, mi auténtico yo, es decir, ese vacío. Ninguna otra cosa. Pero ese vacío ni lo puedes ver, ni escuchar porque los sentidos que utilizas no te sirven para captar lo que soy, sin importar lo que hagas.

– Chiqui, pero, ¿y esos brazos, y esa carita y ese cuerpecito que ahora abrazo, qué son? –replicó la madre.

– Son una construcción de tu mente en medio de este sueño en el que estamos. Yo soy yo y yo estoy aquí, pero no soy, de alguna manera, lo que estás soñando. Tú crees que yo tengo cara porque me besas; supones que tengo ojos con los que te veo; crees que tengo cuerpo porque me puedes abrazar. Yo no tengo nada de eso, mami, eso se quedó allá, eso era de la tierra. Puedo pasarme lo que te queda de vida a tu lado y nunca sentir mi presencia porque tu mente sólo entiende de objetos sólidos, de concentraciones de energía que dan forma a los cuerpos.

– Es algo bien raro –le dijo la madre.

– Lo es.

Un mazo grueso de nubes blancas les ocultó el mar, el horizonte.

– Y, ¿también yo soy eso, un vacío? –volvió a cuestionar la madre.

– Es una manera de hablar pero, sí. Ese es tu ser auténtico y eso es lo que continúa después de la muerte. Eso es lo que se le escapa al cuerpo, pero algo que, en realidad, nunca ocupó un lugar en el cuerpo.

– Un vacío… eso que nada puede llenar –balbuceó ella.

– Ja, ja, ja. Es que no hay que llenar nada. Lo que está completo no necesita añadidura.

Cuando las nubes se alejaron, el arcoíris comenzó a desaparecer desde uno de sus extremos. Eduardo, entonces, le preguntó:

– ¿Quieres saber qué hay donde nace el arcoíris?

– Eso lo sabe todo el mundo. Una olla repleta de monedas de oro.

– Ja, ja, ja –rió el niño-. Vamos a confirmarlo.

Volvió a tomarla de la mano y, de un salto, llegaron allá a donde nacía el arcoíris y encontraron una cascada que despedía un vapor confuso de agua. Una cascada pequeña, común.

– ¡Qué decepción! –se lamentó la madre- Ni olla ni duendes.

Entraron al agua y jugaron con unos peces mansos que se dejaban agarrar y hacer cosquillas. Los peces de los sueños no le tenían miedo a la voracidad de los seres humanos, mucho menos a los que estaban allí encontrándole sentido a los asuntos de la vida y de la muerte. La madre, luego de unos momentos de confusión, se sentía plena, feliz. El niño siempre sacaba brillo a la piedra más oscura con que la madre arribaba a sus sueños. Se sentaron en la orilla, cada uno con un pez en la mano, acariciando sus aletas.

– Entiendo que no pueda percibirte porque no tenga los sentidos que me lo permitan pero, ¿por qué a veces siento tu presencia?

Eduardo soltó el pez y sacó dos piedras del agua. Puso una piedra en cada mano y empezó a acercarlas y a alejarlas. Cuando las piedras se acercaban, empezaban a vibrar; cuando se alejaban, volvían a estar quietas.

– Por esto. Cuando nos acercamos, nos sucede lo mismo que a estas piedras.

– Es verdad. Es algo similar a una vibración en mi interior –le dijo ella, al tiempo que devolvía el pez al agua-. Es como una intuición. Es una certeza que, si intentara explicarla, me tildarían de loca.

Comenzaba a amanecer en el mundo de la madre y el sol se interpondría entre ambos.

– El ser humano que no entiende nada de esto tiene las horas contadas –un rayo de luz comenzó a borrar la carita de Eduardo-. Vendrá uno para el cual nada de lo que hemos hablado será una rareza. Uno que podrá mantener el contacto que quiera con sus muertos. Pero eso tú no lo verás, porque falta mucho para que tal cosa suceda.

Amanecía ya. La niña, la hermana mayor de Eduardo, comenzaba a moverse en la cama y colocó sus pies encima de las caderas de la madre, lo que hizo que despertara paulatinamente. Bastó un instante, sin embargo, para que la madre, antes de volver los ojos a su mundo, viera todos esos peces multicolores dando vueltas alrededor de su hijo. De allí, de los ojos de eso peces mansos, no de una olla rebozada de oro, nacían los colores curvos del arcoiris.

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