Recorrimos treinta kilómetros para poder llegar. Eso sí, para arribar a ese lugar desolado hubo que sobreponerse al azote del sol abrasador y a la sed. Las fincas se unían la una a la otra en un abrazo caliente porque no había sombras por parte, sólo una hierba amarilla adherida a una arena seca. Al filo de la cordillera vimos vacas que pastaban que, al notar nuestra presencia, huyeron del susto. Ese lugar, décadas atrás fue un rincón paradisíaco en el que abundaban el café, el cacao, los pájaros salvajes, las culebras, cierto canto de búho o de cuyaya. Allí, como mucho, había hormigas, además del ganado, porque los propietarios de las fincas cortaron todo árbol que excedía la altura de las rodillas para dejar sólo el pasto. Se lo llevaron todo entre el machete y los químicos venenosos que esterilizaron el suelo. Para que vivieran las vacas y existiera el filete de res, hubo que matar mucho. No ha sido el calentamiento global, no ha sido el verano, no. Los ganaderos han traído a estas tierras, antes prósperos paraísos de agua potable y agricultura a pequeña escala, el fuego del infierno.