Amazon Kindle

A partir de hoy, aunque todavía no tenemos una fecha para la puesta en circulación de nuestro último libro, “Se hizo la noche y la luz era yo” estará disponible en amazon.com en dos formatos, tanto el digital para leerse a través de su aplicación, Kindle, o en papel impreso, a la manera tradicional.

Este último trabajo me llena de gran satisfacción por su claridad y su sencillez. Tengo la esperanza de que los lectores lo disfruten tanto como lo hice yo al momento de redactarlo.

Un abrazo para todos.

Un alma dentro de la otra

Portrait of mother and little daughter near the lake

Iban caminando de la mano y en contra de la brisa -adrede- para que la embestida les acariciara las almas. No tenían hambre, no tenían sed, no necesitaban de nadie más. Estaban completos como un círculo porque eran sueño. Los dos lo eran, el hijo y la madre. Y no era una escena tierna, ni cursi, sino un momento de esos que dejan una huella tan profunda que, aún después de despertar, se recuerdan vívidamente, muchos más que el sol que cuelga del tiempo en esta materia de uñas y pieles que tocamos.

El niño se detuvo y se puso enfrente de ella.

– Mami –dijo él y, luego, hizo una pausa.

– Dime, mi amor –ella lo tomó por la barbilla y le levantó el rostro.

– Voy a entrar un momento en ti, no te asustes –el niño le tocó el abdomen, luego de separarse un poco de ella para mostrarle sus ojos -.

– Para ti mi corazón no tiene puertas, Eduardo. Preguntar es consumir en vano el rato que pasamos juntos.

El niño sonrió y, sin más, atravesó la piel inmaterial de la madre para alojarse en ella. Un alma dentro de la otra, quedaron y, un calor, una fuerza, una energía sacudió la madre como un temblor que acarrea maremotos. En su sueño, la madre se recostó buscando apoyo y empezó a sentir, sin pensar, sin juzgar, cómo su ser se llenaba de partículas de luz cada vez que el niño soplaba dentro de su ser, cada vez que un pensamiento suyo florecía como una gota que cae y se extiende en ondas. Cuando el niño notó que la madre iba a perder la consciencia, salió con cuidado de su alma y se recostó a su lado, sin dejar de abrazarla.

– Felicidades, mami –dijo él.

Sí, la madre se sentía feliz, todo lo que se podía estar. Eduardo, con su modo habitual de comunicarse, le recordó cómo, en su vida de días que pasan, un año más había transcurrido desde el parto por el cual había venido al mundo de la piedra. Uno más. Lo supo como un rayo que se acerca rápido y fugaz. Y el mensaje era simple, el niño había estado allí en su cuerpo, unos años atrás, compartiendo con ella su alma; sus latidos, tan cercanos que sonaban como uno solo, allí habían aprendido las reglas del orden y la armonía. Siete años serían, y no fueron. Pero poco importaba, porque el niño estaba en un lugar en donde el tiempo y el espacio eran la misma realidad. La madre lo intuyó al despertar y eso le bastaba para ser feliz. Por eso, a partir de aquel aniversario, la madre sonrió y nunca dejó de hacerlo. Jamás.

P.D.: ¡Feliz cumpleaños, Eduardito!

 

Volver a ser hombre

Sorrow

Tenía la felpa en la mano y aún no se decidía. Pero tampoco es que tuviera deseos de irse del cubículo con tanta prisa. Si no fuera porque la cola era larga y la gente que esperaba fuera ya comenzaban a maldecirlo, hubiera alargado el momento unos cuantos días. Sí, se sentía persona, un hombre, alguien importante. Debajo, en sus manos, lo que habían eran caricaturas de hombres. Él era real.

En la boleta, varios rostros sonreían, felices. Todos parecían hombres ricos, poderosos, poseedores del lujo de tener tres comidas y dos meriendas servidas por sus mayordomos sin tener que ensuciarse las manos. Pero él era real, allí, en ese momento en el que no lo abandonaba esa sensación de gloria.

Finalmente, porque alguien abrió la cortina y lo insultó, se decidió por marcar un rostro cualquiera pero, en el intento, se detuvo. En lugar de signar con una cruz la sonrisa del candidato a la presidencia, el viejo escribió, en todo lo ancho del papel, pasando por encima de varias caras la tinta negra del marcador, un enorme “hijos de putas”. Dobló el papel, lo entró en la urna y salió cabizbajo, a ser nadie, otra vez, por cuatro años más, si la muerte no lo doblegaba en el camino.

Verdes y azules

Abstract illustration of medieval battle.

Verdes y azules decidieron entrar en guerra para disminuir el número de personas de cada lado. Querían matar y hacerse sufrir. Hubo muchas batallas y, en la que pudo ser la última de todas, fue tanta la sangre que se derramó que quedaron todos rojos y, no pudiendo distinguirse el color de los combatientes, hubo que detener la contienda. Se miraron con las armas en las manos y nadie supo qué hacer.

Era medio día aún. El sol se mostraba afilado, más hiriente que cualquier cuchillo. Por su causa cuando todos empezaban a dar la espalda, la sangre, que es agua roja, comenzó a secarse. Entonces, rápido, demasiado rápido, los verdes se volvieron anaranjados y, los azules, morados. Al caer en la cuenta del cambio de color, la masa de combatientes apretó dientes y armas. Gritos bélicos se escucharon en el fondo y la gente volvió a matarse, con la misma sed de antes.

Todavía hoy esa gente sale a quitarse la vida estúpidamente mientras el sol, en lo alto, se ríe, amarillo.

Un asalto a la verdad

Álvaro y su hija descendieron de las casuchas de las altas planicies y, al chocar de frente con el viento, con el impresionante panorama en el que se abría el horizonte, la joven se quedó pasmada de asombro.

– La crisis es enorme -dijo al padre, mientras se aferraba a su brazo.

– Ya lo creo -le respondió Álvaro.

– ¿La crisis es todo lo que vemos desde aquí? -preguntó la ella.

– Es eso que vemos y mucho más -le dijo Álvaro, consternado.

Comenzaron a descender enfrentados a las fuerzas de un viento que los empujaba hacia atrás.

– Pero -continuó la joven, inquiriendo-, ¿qué forma tiene? ¿Qué la delimita?

Tomados de la mano, siguieron caminando uno detrás del otro para evadir unas rocas enormes que les impedían el paso.

– Somos demasiado pequeños para saberlo -le respondió el padre.

– Y como estamos, por así decirlo, como inmersos en ella… -aclaró ella.

– Así es, nos falta perspectiva -continuó diciendo Álvaro.

Siguieron bajando y llegaron a la costa. Allí se sentían con mucho más violencia los golpes de la crisis. Padre e hija, sosteniéndose el uno en el otro, empezaron a arrastrarse por la playa. No tardaron en dar con la embarcación que esperaba por ellos. Al aproximarse, Álvaro y la hija fueron recibidos por hombres y mujeres de rostros enjutos que levantaron las manos para saludar. Una mezcla de susto y esperanza se adivinaba en sus ojos y en los silencios que separaban sus palabras de bienvenida.

La pequeña barca zarpó, y el padre y la hija se acomodaron en un rincón de la cubierta, apartados del ajetreo de los que sí sabían cómo echar a volar una nave sobre la superficie tan inestable.

– ¿Te das cuenta de que nos estamos adentrando al corazón de la crisis sin saber lo que es en realidad? Navegamos a ciegas -dijo la joven.

– Conocerla en el modo en el que lo propones ya no importa mucho.

– ¿No? Pues me  temo que nos irá bastante mal -pronosticó la hija.

– Es posible -comentó Álvaro.

Guardaron silencio. La brisa hacía lo suyo, cerrarles los ojos, azotarles las carnes y sus heridas, humedecerles los harapos, llenar de nefastos presagios los túneles de sus oídos.

– No entiendo el sentido de esta empresa. Me parece un acto suicida -dijo la hija.

– El sentido es que, aunque no sepamos qué contiene ni sus proporciones, sí sabemos por dónde llegó, desde qué punto cardinal nos vino el primer azote de la crisis y hacia allá dirigimos nuestra proa…

– A buscar la muerte -dijo ella.

– También hay muerte detrás de nosotros -Álvaro lo dijo y al momento se arrepintió. A ambos los acongojó el recuerdo de los cuerpos inánimes de la mujer y los niños que antes fueron madre y esposa, hijos y hermanos.

Algunos marineros pasaron por el frente de ellos arrastrando unas gruesas cuerdas.

– Vamos a buscar respuestas -continuó Álvaro, para disipar las palabras antes dichas-. Si llegamos hasta el origen, sabremos quién creó la crisis y luego, tal vez, también sepamos los motivos que tuvo para hacerlo.

– Sin embargo -le interrumpió la hija, algo escéptica-, ese conocimiento no lo adquiriremos dialogando, habrá que descubrirlo en una incursión sorpresiva, como en un asalto a la verdad.

– ¿Por qué? -le preguntó el padre.

– Porque, de haber existido la posibilidad del diálogo, antes de que la crisis se diera hubiéramos sido consultados. No somos unos iguales para aquél que la creó.

Álvaro no intentó contradecirla ni ella lo esperó. Se quedaron los dos viendo el punto por donde la crisis les había llegado mientras la balsa era sacudida por las olas. Allá, detrás de las alas de una multitud de pájaros espantosos que ocultaban el horizonte, se formaba, sin prisa, una pared monumental de nubes negras.

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Lea más de Dennis Ripoll en su libro “La muerte filosófica de Marie Duvalier”, disponible en Amazon .com.

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