– Es por aquí –dijo Eduardo.
La arena se veía anaranjada. Daba la impresión de que caminaban por la superficie del sol. Los pies se les hundían hasta los tobillos, como cuando se camina en la playa y, en la distancia, se veían claramente imágenes de aguas fantasmales, oasis, ríos, mares que no existían. Eso era estar en el desierto. Eso más el calor y la sed que, en medio del sueño, no exigían satisfacción inmediata.
– Aquí, justamente aquí, pisaron la tierra algunos de los primeros seres humanos. Por lo menos de los que ya no vivían en las cavernas– continuó diciendo el niño a la madre.
Ella se detuvo. Le parecía un desacierto que una especie comenzara su marcha por la vida en un sitio tan árido. Cruzó los brazos e intentó sostenerle la mirada al resplandor que se elevaba desde levante.
– Este me parece el peor lugar del mundo para comenzar a vivir –dijo, al fin.
– Bueno –Eduardo se agachó para recoger del suelo un iguana larga y delgada que se acercó-. Nunca fue tan árido como ahora lo vemos. Eso no quiere decir que entonces fuera más fácil echar adelante la vida. Aunque, eso de que la vida sea fácil o difícil es una decisión que cada quien toma para convertir la vida en eso que piensa.
– Es cierto.
Se tomaron de la mano y siguieron caminando. La iguana se acomodó en los hombros de Eduardo y les señaló el camino que debían seguir. Subieron y bajaron dunas de oro molido; de un polvo tan fino y volátil que, ante la brisa más endeble, se elevaba para atacar los ojos de los caminantes.
La madre empezó a preocuparse. Tal vez un sueño no bastara para llegar a donde les señalaba el reptil y estuvieran sueño tras sueño caminando quién sabe por cuántas noches. Todo por su culpa, pensó. Por estar de preguntona y asediar a su niño con cuestiones como esa de porqué era necesario nacer como humanos para llegar al cielo. Es decir, le preguntó a Eduardo, ¿por qué era preciso nacer con aquella carne mortal y tener que vérselas con el dolor de la muerte? ¿Por qué Dios no había sido más astuto y daba a luz a la vida celestial a todo el mundo sin ese paso previo? A la madre le extrañaba que a Dios no se le hubiera ocurrido evitarles a las almas esa etapa lastimosa de la humanidad.
Arribaron casi de noche, luego de mucho caminar. Todavía era posible distinguir promontorios dispersos, vestigios de edificaciones de barro muy simples en las que se cobijaron los ancestros del hombre.
– Aquí llegaron a vivir más de cien familias –Eduardo comenzó a describir el lugar, el tipo de convivencia que allí tenían-. Esas que ves allí, eran unas pequeñas chozas que compartían. Tu concepto de familia aún no nacía, así que en una casita podía vivir cualquiera; tampoco la idea de una posesión individual. Pasarían siglos antes de que comenzara a dividirse la tierra con títulos de propiedad.
La iguana se bajó de los hombros de Eduardo y se escabulló entre unos escombros del mismo color de su piel. Caminaron con cuidado. Aún quedaban algunos edificios de entre cinco a seis metros de altura que amenazaban con desplomarse en cualquier momento.
– Este edificio era el centro del pueblo. Aquí se adoraba a Dios cuando aún el mundo estaba tan nuevo que no se le tenían nombres a muchísimas cosas.
– Eso parece más bien un enorme altar de sacrificios –le dijo la madre.
– Has acertado. Aquí también se mató a mucha gente.
Al abrir los ojos y la boca hasta donde pudo, la madre le mostró su sorpresa.
– Aquí está la respuesta a tu pregunta. Querías saber porqué hay que atravesar la experiencia de la materia, de la carne, del dolor antes de elevarnos al cielo.
Eduardo le tomó la mano y la invitó a subir al altar dando pasos inciertos por unas escaleras que parecían sostenidas por un hilo invisible. Al llegar arriba, el niño continuó diciendo:
– El problema es la libertad. Hay que hacerse carne para aprender a manejar la libertad. Es un poder que, cuando se tiene y se descubre, no se tiene la menor idea de cómo utilizarlo, ni cómo emplearlo para hacer el bien. Imagínate, cuando el hombre tuvo la sospecha de que era libre, casi se extingue a sí mismo, como pasó aquí, poniendo el nombre de Dios de por medio. Todavía en tu tiempo la libertad sigue produciendo catástrofes, holocaustos. Esa es una de las principales razones, en términos generales, por las que pasamos por nuestros cuerpos. Pero también se llega a la vida para adquirir ciertas habilidades que nos permitirán cumplir misiones individuales en el paraíso.
– ¿Misión? ¿En el paraíso? –preguntó la madre, sorprendida-. Yo creía que al cielo sólo se iba a dormir y a descansar.
Eduardo sonrió.
Volvieron a bajar las escaleras y empezaron a tomar el camino de vuelta. Casi no se distinguía la definición del trillo de arena. Por suerte, una luna blanca y gigante vino unida al cielo de la noche.
– ¿Y yo? ¿A qué he venido a la tierra?, si se puede saber –le preguntó ella temiendo que Eduardo evadiera la pregunta.
– ¿No te parece evidente? –el niño se detuvo y se colocó delante de ella.
– ¿Debiera estar tan claro? La verdad es que aún no le encuentro sentido a todo lo que he vivido. Incluida esta experiencia de tenerte y perderte, así, tan de repente.
Eduardo la miró con pena.
– Mami… -Eduardo no pestañaba. La madre no respiraba el aire de los sueños-. Estás aquí para aprender a ser libre, lo cual es común a todos los seres humanos. Lo que diferencia tu misión de la de muchos otros, la mía incluida, es que estás aquí para aprender a ser fuerte. No me refiero a ser simplemente fuerte. Escucha, al final de tu vida habrás aprendido, con gozos y con dolores, a ser muy, pero muy fuerte.
La iguana salió de los escombros y volvió a los hombros de Eduardo.
La madre no volvió a preguntarle nada a su hijo durante el resto del sueño. Todo estaba dicho. Si la clave que definía con mayor propiedad su misión era hacerse todo lo fuerte que pudiera, significaba, sin lugar a dudas, que lo que le esperaba en el cielo era una vocación que pesaba… una que pesaba mucho. No tardó en reanimarse, sin embargo, porque aunque las pruebas fueran muchas y difíciles, ya su hijo le había adelantado algo: al final, lo lograría.